sábado, 11 de abril de 2015

Tanzatap: un pueblo de mujeres y sueños

"Cuando sea grande quiero ser soldado" dijo en voz bajita, aunque seguro. Tiene 9 años y siempre busca ser el arquero del equipo, probablemente por ese deseo precoz de proteger lo que siente como propio. Zhora, además de certezas, tiene ojos marrones almendrados, piel morena y orejas prominentes que se acentúan más por el corte de pelo que las deja al descubierto, rasgos que le hacen honor a su identidad. Él es uno de los once estudiantes que asisten a la escuela de Tanzatap, pueblo ubicado en la región de Syunik, al sur de Armenia.

Llegar a ese lugar es difícil -hay que subir una colina empinada por caminos en pésimo estado- pero vale la pena. Con una población de sesenta personas, Tanzatap es un mundo apartado del mundo.

Era miércoles y la rutina se veía repetir a lo lejos en este pueblo-granja que te acecha con los olores propios de los lugares en donde conviven gallinas, ovejas, vacas y burros. Recorrerlo enteramente, a pie, no lleva más de diez minutos. A cada paso, el paisaje se va poblando de manos curtidas alimentando animales, de viejitas arando pedazos de tierra y de niños corriendo alrededor de las construcciones precarias de hormigón y chapa, levantando un polvo marrón que ya no molesta.



La segunda casa

En la escuela de Tanzatap sólo reciben a alumnos de primer a octavo grado. Los más grandes suelen ir a estudiar a Kapan, una ciudad más extensa que queda a pocos kilómetros. Ahí se quedan toda la semana y vuelven los sábados y domingos para visitar a sus familias. La escuela, el edificio más moderno y dinámico del pueblo, está ubicada casi al borde del territorio, abrazada por un paisaje montañoso donde predomina la paleta de marrones, verdes y ocres.

Al entrar, entre distintos carteles multicolores que realzan a los héroes armenios, se pueden percibir diez puertas: una para cada grado, una que lleva hacia el baño y otra que invita a pasar al comedor. Pero son demasiadas puertas, porque "muchas clases son mixtas", según explicó la maestra Angela, debido a la reducida cantidad de alumnos.

Los salones están en buenas condiciones, a pesar de la precariedad de los materiales, y en el comedor sólo hay cajas de jugos frutales y paquetes de galletitas para la merienda, ya que cada uno almuerza en su casa. Al diálogo con Angela se sumaron Verjiné y Susan, maestras de Física y de Lengua respectivamente, y contaron que aunque reciben dinero del Estado para los alimentos, no es suficiente. Que si recibieran más fondos, podrían brindarles alimentos más nutritivos a los chicos. Podrían comprar materiales de mejor calidad. Podrían renovar el edificio en donde todos los niños del pueblo pasan la mayor parte del día.

Verjiné es la que más habla. Tiene una pollera negra que roza sus rodillas, un buzo violeta y, arriba, reposando entre sus hombros, un saco de lana gruesa del mismo color. El pañuelo con motivos arabescos en tonos amarillos, rojos y azules en su cuello me hizo acordar a mi abuela Ana. La pose de sus manos, agarradas a la altura de la panza, también. Cuando descubrió mi edad soltó una carcajada: "no puedo creer lo chiquita que sos". La quise abrazar, pero me contuve. Angela no habló tanto, pero todo lo que dijo fue sustancial para poder entender la situación de la institución. Ella es la más joven, lleva el cabello rojizo a medio recoger, un trajecito verde agua y una pollera del mismo tono. En sus palabras -y ojos- se nota que la profesión que ejerce es su pasión. Susan no habló. Su rostro repleto de arrugas, su posición encorvada, los huecos entre sus dientes y el pañuelo beige sobre su cabeza pintan el retrato típico de la abuela armenia. Las tres nacieron en Tanzatap y en Tanzatap planean morir. Algo así pasa también con los niños.

Sonó la campana y salieron corriendo. Primero, llenaron varios recipientes con agua y regaron las plantas que tienen en una pequeña huerta detrás de la escuela. Luego, algunos se fueron a sus casas a comer y otros se quedaron jugando a la pelota. Ahí conocimos a Zhora, el que quiere ser militar para defender al país de "los malos". Fue también en ese momento que apareció en escena Vresh, un dulce chiquito de seis años, que sólo nos habló para recitar un poema cuyo último verso expresaba algo como "qué suerte tengo de vivir en mi dulce Armenia". Y todos nos quedamos sin palabras. 

Mujeres

Mari sonríe. Tiene puesto un gorrito rosado y blanco, un buzo-osito gris y pantalones fucsias. Es dueña de unos ojos verdes que no se ven muy seguido en la región y la que se roba todas las miradas en el pueblo. Con apenas un año, Mari es la habitante más joven de Tanzatap. Su mamá, Maretta, contó que por ser la única de su edad el alcalde decidió no abrir un jardín de infantes. Pero lo dice con dulzura, sin sacarle los ojos de encima a la bebé, acomodándole el gorrito que se le cae cada dos por tres. Le encanta sostenerla en los brazos, dice que así se siente completa. Maretta es de Gorís, una de las ciudades más grandes de Syunik, y tuvo que mudarse al pequeño pueblo para casarse. No le dieron alternativas.

Seguí caminando y no pude dejar de notar que todas las personas que vi trabajando -ya sea con la tierra, con el ganado o en la escuela- eran mujeres. 



¿Dónde están los hombres?

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