Ella me mostraba sus manos pero me estaba hablando con los ojos. Aquellas, ásperas, contaban su propia historia. La del trabajo casero que te adorna de grietas la piel; y la de vivir en la calle, que aporta su cuota de desgaste, de erosión, de dureza. El mismo aspecto rígido tenía su rostro, aunque en sus gestos predominaran melancolía y -por momentos- ternura.
Ella me mostraba las manos y no me hablaba, pero yo la entendí. Y no me refiero a comprender el universal ademán del que mendiga. Más bien, la imagen me transportó a un siglo atrás. Me habló de dolor, de necesidad, de cansancio. Sólo pude compararlas con las fotos de las mujeres sufridas que observaba desde la infancia, de falda en falda, de acto en acto, cargando su vida en las espaldas, escapando de la inhumanidad de un imperio hambriento.
Pensé en mis abuelas y atiné a darle todo lo que cargaba mi bolsillo. Y, aunque me devolvió una sonrisa a medias, yo me sentí inútil e impotente. No quería el racimo de perejil fresco que ofrecía. No quería darle plata y seguir mi trayecto. Quería abrazarla, conocerla, intercambiar y, tal vez, construir. Quería aminorar nuestra mutua soledad.
viernes, 4 de septiembre de 2015
martes, 16 de junio de 2015
No te la lleves
Lilia nos recibió con una sonrisa mientras se limpiaba las manos tras degollar a la gallina que se convertiría en la cena unas horas después. Atravesamos la puerta de chapa y una mesa repleta de chocolates, galletitas, distintos tipos de pan, queso, miel y manteca caseros nos esperaba. "Siéntanse como en su casa", nos dijo mientras nos acomodábamos en los sillones cubiertos con alfombras. Lilia es la esposa del alcalde de Sevarants, un pueblo de Syunik al sur de Armenia, y si bien él tiene cierto poder en la ciudad, ella es la que controla lo que sucede en el hogar.
Cuando terminó el café, Artur se levantó y, explicando que tenía distintos compromisos, se retiró de la casa. Yo le pregunté a Lilia quién era ese chiquito de ojos negros redondos. Nunca imaginé que sería hijo de semejante historia.
Se la lleva porque puede
Cuando Daron se despertó, la abuela Lilia lo cargó entre sus brazos y nos lo presentó. No tiene más de 2 años y un puñado de cabellos y pecas. Daron es el bebé de su hija Varduhi.
Varduhi se casó con un hombre que no eligió. Él la eligió a ella. Él la vio una vez, en Ereván, y decidió que la quería de esposa. Él la eligió a ella. Probablemente de la misma manera que eligió su nuevo cepillo de dientes, en el supermercado, unos minutos después. Tal vez con un poco más de aprecio. Porque la quería elegir. La quería sólo a ella. Ella, mucho antes, había elegido a Garo. Lo habían hecho mutuamente. Pero todo eso se derrumbó el día en el que su actual esposo tocó a la puerta, y se la llevó. Una realidad que golpeó de sorpresa a Varduhi y a muchas más, pero que pocos saben (o quieren ver).
El "secuestro de novias", como se lo llama en términos sociológicos, sigue siendo una triste realidad en muchas regiones de Armenia. Según un estudio del académico estadounidense Christopher Edling realizado en 2012 donde 163 mujeres fueron entrevistadas, más de la mitad (54,6%) reporta haber sido secuestrada en algún momento de su vida. Entre ellas, un 65% afirmó además conocer a otras mujeres que vivieron lo mismo.
La investigación arrojó, por otro lado, un dato escalofriante: la mayoría de las mujeres (el 96,6%) se casó con su "secuestrador". Las cifras ilustran el poder de la presión social y la estigmatización comunitaria en el país, especialmente en las zonas rurales, así como la desvalorización de la mujer en una sociedad patriarcal que, en casos como éstos, la percibe como un ser dependiente desprovisto de libertad. La linda mercancía que tengo el derecho de agarrar.
Lilia no supo qué más decir. "Ella ahora está muy contenta con la familia que formó", concluyó, sin sacarle la mirada de encima a Daron. Y el énfasis en el "ahora" sonó a plomo. Fue el mismo sonido que producen las manzanas maduras al caer violentamente en el suelo. Caen, doloridas, sin poder escapar de ese destino, de ese caer inevitablemente.
Enseguida me callé, como nos callamos cuando, en silencio, entendemos que no hay nada para decir.
Que es momento de hacer.
¿Pero cómo?
viernes, 24 de abril de 2015
Renacer de la escoria
Jemma dice que todos los 24 de abril parece que el clima “estuviera de duelo”. El aire se pone denso, el cielo gris y, generalmente, llueve. Ella nació hace 23 años en Ereván, la capital de un país que está respirando un ambiente particular este mes. Las calles de la ciudad se poblaron de extranjeros, de música folclórica tradicional y de tulipanes. Se arreglaron las calles, se restauraron las veredas, empezaron a funcionar los bebederos y se encendieron las fuentes. Los espacios públicos se adornaron con carteles tricolores -rojo, azul, naranja- con el número “1915” y con las palabras “recuerdo”, “justicia”. Los autos, los comercios y las personas sacaron a relucir las calcomanías, las banderas, los pins y los letreros con la flor Myosotis sylvatica, también conocida como nomeolvides, elegida como símbolo del centenario del genocidio armenio.
Armenia se vistió de memoria.
Lo que recuerdo
Albert Navasardyan entró por la puerta del comedor sostenido por dos bastones de madera y caminó lento hasta llegar al sillón tapizado de terciopelo marrón, al lado de una mesa ratona que en cinco minutos se cubrió de platos con avellanas, damascos secos, katah -torta tradicional armenia rellena de azúcar y manteca-, galletitas de chocolate, fruta fresca cortada en trozos y compota de granada. Tiene 88 años y, aunque ve bien sin usar lentes, tiene una sordera leve. Su padre, su tío y su abuela fueron los únicos de su familia que lograron escapar de la muerte en 1915, cuando el imperio turco-otomano comenzó su plan de exterminio contra el pueblo armenio. En total eran 12.
A veces, los relatos quedaron incompletos porque los sobrevivientes eran muy chicos. Es el caso de la historia familiar de Styopa Fahradyan, que tiene algunos vacíos. Se trata de la travesía de dos hermanas, Mairanush y Haikush, que con tres y cuatro años, respectivamente, terminaron en el patio de Echmiadzin, la iglesia más antigua del mundo. Pero jamás recordaron cómo. Llegaron en 1915 y allí permanecieron junto a centenares de huérfanos hasta que un familiar de Ereván supo de ellas, las fue a buscar y las crió. Mairanush era su madre y, según relató Styopa a la diaria, nunca contó lo que vivió. “Un poco porque no quería volver a ese pasado y otro porque en esa época teníamos prohibido hablarlo, por órdenes de los rusos”, explicó. Con 77 años, aún conserva unos pocos cabellos blancos, un bigote canoso prolijamente cortado y cejas tupidas de un color gris mezclado. Todavía tiene la fuerza suficiente como para golpear la mesa cada vez que dice “turcos” y que los vasos de vidrio tambaleen.
La postura de Helena es un caso aislado.
En Armenia, la población parece optimista. La mayoría cree que “algún día” Turquía va a reconocer que quiso eliminar a los armenios de la faz de la Tierra. Sin embargo, no creen que sea en un futuro cercano. “Mantenemos la esperanza de que se reconozca”, dijo Styopa antes de prender un cigarrillo, y siguió: “El primer paso es que Estados Unidos lo reconozca”. De hecho, el peso fundamental del reconocimiento por parte del país presidido por Barack Obama es algo en lo que todos coinciden. “Creo que sólo puede suceder si Estados Unidos lo reconoce, no hay muchas alternativas”, dijo a la diaria Sarkis Mahroukian, un armenio californiano de 35 años que decidió instalarse en Armenia hace un año. También en este sentido opinó Araxia Andonian, una armenio-libanesa de 23 años que vive en Armenia hace diez meses: “Turquía no va a reconocer el genocidio ahora, eso mostraría debilidad de su parte y no creo que quieran estar en esa situación, pero a esta altura todo depende de Estados Unidos”.
Para Sevan Kabakian, otro armenio-libanés de 52 años, sólo Armenia puede ayudar a Turquía a dar vuelta la página. “Creo que el pueblo armenio tiene que mantener la presión pero, al mismo tiempo, mostrarles que somos compañeros ayudándolos a superar los obstáculos, porque mostrando rencor sólo generamos más hostilidad. La cuestión del genocidio armenio es ahora lo suficientemente internacional como para poder pasar a la etapa de decir ‘tenemos que trabajar juntos’”, señaló Sevan, que vive en Armenia desde 2006.
De la memoria a los hechos
La agenda de actos conmemorativos en Armenia empieza hoy de mañana con la apertura del Foro Internacional “Contra el crimen de genocidio” en el Centro de Convenciones de la capital, donde participarán alrededor de 500 personas, entre políticos, periodistas, líderes comunitarios y autoridades religiosas. El foro termina en la mañana del jueves. Ese día se desarrollará durante la tarde la ceremonia de canonización de los mártires del genocidio armenio en la iglesia de Echmiadzin -sede del líder de la iglesia apostólica armenia- y en la noche tendrá lugar el concierto de la banda estadounidense System of a Down, que actuará gratis en la Plaza de la República de Ereván.
En Uruguay habrá una marcha mañana desde la Intendencia de Montevideo hasta la Plaza Independencia, donde se realizará además un concierto con artistas locales. El 24 de abril, en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo se hará el acto central, en el que además de conmemorar el centenario del genocidio armenio se celebrarán los 50 años de la ley que convirtió a Uruguay en el primer país del mundo en reconocerlo.
Crónica publicada en La Diaria el 21 de abril de 2015
sábado, 11 de abril de 2015
Tanzatap: un pueblo de mujeres y sueños
"Cuando sea grande quiero ser soldado" dijo en voz bajita, aunque seguro. Tiene 9 años y siempre busca ser el arquero del equipo, probablemente por ese deseo precoz de proteger lo que siente como propio. Zhora, además de certezas, tiene ojos marrones almendrados, piel morena y orejas prominentes que se acentúan más por el corte de pelo que las deja al descubierto, rasgos que le hacen honor a su identidad. Él es uno de los once estudiantes que asisten a la escuela de Tanzatap, pueblo ubicado en la región de Syunik, al sur de Armenia.
Llegar a ese lugar es difícil -hay que subir una colina empinada por caminos en pésimo estado- pero vale la pena. Con una población de sesenta personas, Tanzatap es un mundo apartado del mundo.
Era miércoles y la rutina se veía repetir a lo lejos en este pueblo-granja que te acecha con los olores propios de los lugares en donde conviven gallinas, ovejas, vacas y burros. Recorrerlo enteramente, a pie, no lleva más de diez minutos. A cada paso, el paisaje se va poblando de manos curtidas alimentando animales, de viejitas arando pedazos de tierra y de niños corriendo alrededor de las construcciones precarias de hormigón y chapa, levantando un polvo marrón que ya no molesta.
La segunda casa
En la escuela de Tanzatap sólo reciben a alumnos de primer a octavo grado. Los más grandes suelen ir a estudiar a Kapan, una ciudad más extensa que queda a pocos kilómetros. Ahí se quedan toda la semana y vuelven los sábados y domingos para visitar a sus familias. La escuela, el edificio más moderno y dinámico del pueblo, está ubicada casi al borde del territorio, abrazada por un paisaje montañoso donde predomina la paleta de marrones, verdes y ocres.
Al entrar, entre distintos carteles multicolores que realzan a los héroes armenios, se pueden percibir diez puertas: una para cada grado, una que lleva hacia el baño y otra que invita a pasar al comedor. Pero son demasiadas puertas, porque "muchas clases son mixtas", según explicó la maestra Angela, debido a la reducida cantidad de alumnos.
Los salones están en buenas condiciones, a pesar de la precariedad de los materiales, y en el comedor sólo hay cajas de jugos frutales y paquetes de galletitas para la merienda, ya que cada uno almuerza en su casa. Al diálogo con Angela se sumaron Verjiné y Susan, maestras de Física y de Lengua respectivamente, y contaron que aunque reciben dinero del Estado para los alimentos, no es suficiente. Que si recibieran más fondos, podrían brindarles alimentos más nutritivos a los chicos. Podrían comprar materiales de mejor calidad. Podrían renovar el edificio en donde todos los niños del pueblo pasan la mayor parte del día.
Verjiné es la que más habla. Tiene una pollera negra que roza sus rodillas, un buzo violeta y, arriba, reposando entre sus hombros, un saco de lana gruesa del mismo color. El pañuelo con motivos arabescos en tonos amarillos, rojos y azules en su cuello me hizo acordar a mi abuela Ana. La pose de sus manos, agarradas a la altura de la panza, también. Cuando descubrió mi edad soltó una carcajada: "no puedo creer lo chiquita que sos". La quise abrazar, pero me contuve. Angela no habló tanto, pero todo lo que dijo fue sustancial para poder entender la situación de la institución. Ella es la más joven, lleva el cabello rojizo a medio recoger, un trajecito verde agua y una pollera del mismo tono. En sus palabras -y ojos- se nota que la profesión que ejerce es su pasión. Susan no habló. Su rostro repleto de arrugas, su posición encorvada, los huecos entre sus dientes y el pañuelo beige sobre su cabeza pintan el retrato típico de la abuela armenia. Las tres nacieron en Tanzatap y en Tanzatap planean morir. Algo así pasa también con los niños.
Sonó la campana y salieron corriendo. Primero, llenaron varios recipientes con agua y regaron las plantas que tienen en una pequeña huerta detrás de la escuela. Luego, algunos se fueron a sus casas a comer y otros se quedaron jugando a la pelota. Ahí conocimos a Zhora, el que quiere ser militar para defender al país de "los malos". Fue también en ese momento que apareció en escena Vresh, un dulce chiquito de seis años, que sólo nos habló para recitar un poema cuyo último verso expresaba algo como "qué suerte tengo de vivir en mi dulce Armenia". Y todos nos quedamos sin palabras.
Mujeres
Mari sonríe. Tiene puesto un gorrito rosado y blanco, un buzo-osito gris y pantalones fucsias. Es dueña de unos ojos verdes que no se ven muy seguido en la región y la que se roba todas las miradas en el pueblo. Con apenas un año, Mari es la habitante más joven de Tanzatap. Su mamá, Maretta, contó que por ser la única de su edad el alcalde decidió no abrir un jardín de infantes. Pero lo dice con dulzura, sin sacarle los ojos de encima a la bebé, acomodándole el gorrito que se le cae cada dos por tres. Le encanta sostenerla en los brazos, dice que así se siente completa. Maretta es de Gorís, una de las ciudades más grandes de Syunik, y tuvo que mudarse al pequeño pueblo para casarse. No le dieron alternativas.
Seguí caminando y no pude dejar de notar que todas las personas que vi trabajando -ya sea con la tierra, con el ganado o en la escuela- eran mujeres.
¿Dónde están los hombres?
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