viernes, 24 de abril de 2015

Renacer de la escoria

Jemma dice que todos los 24 de abril parece que el clima “estuviera de duelo”. El aire se pone denso, el cielo gris y, generalmente, llueve. Ella nació hace 23 años en Ereván, la capital de un país que está respirando un ambiente particular este mes. Las calles de la ciudad se poblaron de extranjeros, de música folclórica tradicional y de tulipanes. Se arreglaron las calles, se restauraron las veredas, empezaron a funcionar los bebederos y se encendieron las fuentes. Los espacios públicos se adornaron con carteles tricolores -rojo, azul, naranja- con el número “1915” y con las palabras “recuerdo”, “justicia”. Los autos, los comercios y las personas sacaron a relucir las calcomanías, las banderas, los pins y los letreros con la flor Myosotis sylvatica, también conocida como nomeolvides, elegida como símbolo del centenario del genocidio armenio. 

Armenia se vistió de memoria.

Lo que recuerdo

Albert Navasardyan entró por la puerta del comedor sostenido por dos bastones de madera y caminó lento hasta llegar al sillón tapizado de terciopelo marrón, al lado de una mesa ratona que en cinco minutos se cubrió de platos con avellanas, damascos secos, katah -torta tradicional armenia rellena de azúcar y manteca-, galletitas de chocolate, fruta fresca cortada en trozos y compota de granada. Tiene 88 años y, aunque ve bien sin usar lentes, tiene una sordera leve. Su padre, su tío y su abuela fueron los únicos de su familia que lograron escapar de la muerte en 1915, cuando el imperio turco-otomano comenzó su plan de exterminio contra el pueblo armenio. En total eran 12.


Albert mantuvo la sonrisa hasta que escuchó la palabra “genocidio”. Su cara se transformó y empezó a hablar, aunque tuvo que frenar a la tercera palabra porque su voz se quebró. Sacó un pañuelo de tela azul y blanco del bolsillo de su pantalón deportivo, se secó las lágrimas y continuó su relato. Contó que su padre, de nombre Ieghish, se salvó porque su madre lo metió en un bolso para que no lo vieran. Que tuvo que presenciar cómo sus hermanas eran violadas antes de ser asesinadas. Que nunca pudo contar enteramente lo que pasó en aquellos años, porque cuando empezaba se ponía a llorar y lo invadía el miedo. “Odio no” -precisó con el índice en alto-, “miedo”.


A veces, los relatos quedaron incompletos porque los sobrevivientes eran muy chicos. Es el caso de la historia familiar de Styopa Fahradyan, que tiene algunos vacíos. Se trata de la travesía de dos hermanas, Mairanush y Haikush, que con tres y cuatro años, respectivamente, terminaron en el patio de Echmiadzin, la iglesia más antigua del mundo. Pero jamás recordaron cómo. Llegaron en 1915 y allí permanecieron junto a centenares de huérfanos hasta que un familiar de Ereván supo de ellas, las fue a buscar y las crió. Mairanush era su madre y, según relató Styopa a la diaria, nunca contó lo que vivió. “Un poco porque no quería volver a ese pasado y otro porque en esa época teníamos prohibido hablarlo, por órdenes de los rusos”, explicó. Con 77 años, aún conserva unos pocos cabellos blancos, un bigote canoso prolijamente cortado y cejas tupidas de un color gris mezclado. Todavía tiene la fuerza suficiente como para golpear la mesa cada vez que dice “turcos” y que los vasos de vidrio tambaleen.


Helena Melkonyan tiene 26 años y es de la cuarta generación de descendientes del genocidio armenio. Su lazo con el pasado se vincula con su tatarabuela Varsik, que falleció cuando ella tenía cinco años. Varsik tenía 11 hermanos y sólo sobrevivieron ella y su gemelo. Ambos tenían seis años y fueron salvados por la madre de una familia turca vecina, quien al entender lo que estaba pasando, “los escondió debajo de sus ropas”, según narró la joven. Es por esta razón que Helena no guarda odio hacia los perpetradores. “Mi familia nunca me hizo odiar a los turcos, porque mi abuela sobrevivió gracias a una mujer turca que demostró ser una excepción”, señaló abriendo sus enormes ojos marrones, que ahora se tornaban vidriosos. 



La postura de Helena es un caso aislado.

Negar lo innegable


Albert mantuvo el tono suave durante todo el diálogo, pero cuando tuvo que manifestar lo que siente por el Estado Turco, gritó, como para no llorar: “Por supuesto que estamos enojados”. El genocidio de 1915 es una herida abierta para el pueblo armenio. En el año en que se conmemora su centenario, los armenios de todo el mundo recuerdan al millón y medio de personas que perdieron la vida, pero también reclaman justicia por un crimen de lesa humanidad que continúa sin ser reconocido por el responsable.


Para el país liderado hoy por Recep Tayyip Erdogan, las masacres y las deportaciones ocurrieron en el contexto de la Primera Guerra Mundial, y así como hubo bajas del lado armenio también las hubo del turco. ¿Pero cómo sostener la negación mirando los documentos firmados por los líderes turcos de la época, en los que se detalla explícitamente la forma en la que hay que acabar con la existencia del pueblo armenio? ¿Cómo refutar que fue un plan sistemático y premeditado cuando hay documentos que lo confirman? Ya en 1909, distintos periódicos e informes de misioneros europeos y estadounidenses hablaban de un “martirio contra los armenios”, cuando soldados turcos irrumpieron en la ciudad de Adana y asesinaron a 30.000 armenios. En 1910, el ministro del Interior, Mehmet Taleat, resumió en un congreso de los Jóvenes Turcos en Salónica -actual Grecia- el pensamiento de la organización, señalando que para afirmar el panturquismo había que recurrir al “exterminio de los disidentes”. Esto era sólo el preámbulo de lo que iniciaría cinco años después.


La constante negación de los hechos a lo largo de los años se ha convertido en una política oficial de Turquía. La existencia del artículo 301 del Código Penal turco que penaliza con prisión a toda persona que exprese “agravio a la identidad nacional turca, a la república y a los fundamentos e instituciones del Estado” sirve de ilustración. El texto es tan amplio y vago que se ha utilizado para castigar a defensores de derechos humanos, periodistas y otros miembros de la sociedad civil que expresan sus opiniones discrepantes, incluida la existencia del genocidio armenio.


El escritor turco OrhanPamuk, Premio Nobel de Literatura 2006, fue llevado a juicio en diciembre de 2004 por “insultar y debilitar la identidad turca” al mencionar en una entrevista que en Turquía “mataron a un millón de armenios y a 30.000 kurdos. Nadie habla de ello y a mí me odian por hacerlo”. También el periodista turco de origen armenio HrantDink fue condenado en octubre de 2005 por “agraviar la identidad nacional turca” en un artículo que escribió sobre los armenios de la diáspora. En enero de 2007 Dink fue asesinado a tiros en la calle por un nacionalista turco, luego de meses de amenazas de muerte por ser considerado un “enemigo de Turquía”. El negacionismo turco -la negación absoluta y generalizada del plan de exterminio contra el pueblo armenio- es visto por los armenios como una continuación del genocidio, en la medida en que sigue intentando silenciarlos.


En un esfuerzo por desviar la atención de lo que pasará en Armenia, el gobierno turco decidió en enero celebrar el triunfo de la batalla de Galípoli el 24 de abril (cuando siempre se celebró el 25) e invitar a la ceremonia a líderes de todo el mundo.


Sí, pero no ahora


En Armenia, la población parece optimista. La mayoría cree que “algún día” Turquía va a reconocer que quiso eliminar a los armenios de la faz de la Tierra. Sin embargo, no creen que sea en un futuro cercano. “Mantenemos la esperanza de que se reconozca”, dijo Styopa antes de prender un cigarrillo, y siguió: “El primer paso es que Estados Unidos lo reconozca”. De hecho, el peso fundamental del reconocimiento por parte del país presidido por Barack Obama es algo en lo que todos coinciden. “Creo que sólo puede suceder si Estados Unidos lo reconoce, no hay muchas alternativas”, dijo a la diaria Sarkis Mahroukian, un armenio californiano de 35 años que decidió instalarse en Armenia hace un año. También en este sentido opinó Araxia Andonian, una armenio-libanesa de 23 años que vive en Armenia hace diez meses: “Turquía no va a reconocer el genocidio ahora, eso mostraría debilidad de su parte y no creo que quieran estar en esa situación, pero a esta altura todo depende de Estados Unidos”.

Para Sevan Kabakian, otro armenio-libanés de 52 años, sólo Armenia puede ayudar a Turquía a dar vuelta la página. “Creo que el pueblo armenio tiene que mantener la presión pero, al mismo tiempo, mostrarles que somos compañeros ayudándolos a superar los obstáculos, porque mostrando rencor sólo generamos más hostilidad. La cuestión del genocidio armenio es ahora lo suficientemente internacional como para poder pasar a la etapa de decir ‘tenemos que trabajar juntos’”, señaló Sevan, que vive en Armenia desde 2006.

De la memoria a los hechos


La agenda de actos conmemorativos en Armenia empieza hoy de mañana con la apertura del Foro Internacional “Contra el crimen de genocidio” en el Centro de Convenciones de la capital, donde participarán alrededor de 500 personas, entre políticos, periodistas, líderes comunitarios y autoridades religiosas. El foro termina en la mañana del jueves. Ese día se desarrollará durante la tarde la ceremonia de canonización de los mártires del genocidio armenio en la iglesia de Echmiadzin -sede del líder de la iglesia apostólica armenia- y en la noche tendrá lugar el concierto de la banda estadounidense System of a Down, que actuará gratis en la Plaza de la República de Ereván.


El 24 de abril, por la mañana, el presidente armenio, Serzh Sargsyan, dará un discurso en el Dzidzernagapert, el memorial de las víctimas, acompañado por autoridades de otros países y figuras religiosas. Cuando caiga el sol, va a tener lugar en la Plaza de la República el concierto de la Orquesta Sinfónica Internacional 24/04, integrada por 122 músicos provenientes de 43 países, que estarán interpretando obras de compositores armenios creadas en el último siglo. El mismo día, unas horas antes de la medianoche, será la Marcha de las Antorchas, organizada por los jóvenes, desde la Plaza de la República hasta el memorial.


En Uruguay habrá una marcha mañana desde la Intendencia de Montevideo hasta la Plaza Independencia, donde se realizará además un concierto con artistas locales. El 24 de abril, en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo se hará el acto central, en el que además de conmemorar el centenario del genocidio armenio se celebrarán los 50 años de la ley que convirtió a Uruguay en el primer país del mundo en reconocerlo.


Mientras hablaba de las actividades que Armenia prepara para el centenario, Hagop Khatchadourian, un joven sirio-armenio residente en Ereván, señaló: “Los armenios padecimos por años la muerte y la miseria, pero hoy estamos vivos y el mundo se tiene que enterar. Somos como el ave fénix: de la peor escoria, renacimos”.



Crónica publicada en La Diaria el 21 de abril de 2015

sábado, 11 de abril de 2015

Tanzatap: un pueblo de mujeres y sueños

"Cuando sea grande quiero ser soldado" dijo en voz bajita, aunque seguro. Tiene 9 años y siempre busca ser el arquero del equipo, probablemente por ese deseo precoz de proteger lo que siente como propio. Zhora, además de certezas, tiene ojos marrones almendrados, piel morena y orejas prominentes que se acentúan más por el corte de pelo que las deja al descubierto, rasgos que le hacen honor a su identidad. Él es uno de los once estudiantes que asisten a la escuela de Tanzatap, pueblo ubicado en la región de Syunik, al sur de Armenia.

Llegar a ese lugar es difícil -hay que subir una colina empinada por caminos en pésimo estado- pero vale la pena. Con una población de sesenta personas, Tanzatap es un mundo apartado del mundo.

Era miércoles y la rutina se veía repetir a lo lejos en este pueblo-granja que te acecha con los olores propios de los lugares en donde conviven gallinas, ovejas, vacas y burros. Recorrerlo enteramente, a pie, no lleva más de diez minutos. A cada paso, el paisaje se va poblando de manos curtidas alimentando animales, de viejitas arando pedazos de tierra y de niños corriendo alrededor de las construcciones precarias de hormigón y chapa, levantando un polvo marrón que ya no molesta.



La segunda casa

En la escuela de Tanzatap sólo reciben a alumnos de primer a octavo grado. Los más grandes suelen ir a estudiar a Kapan, una ciudad más extensa que queda a pocos kilómetros. Ahí se quedan toda la semana y vuelven los sábados y domingos para visitar a sus familias. La escuela, el edificio más moderno y dinámico del pueblo, está ubicada casi al borde del territorio, abrazada por un paisaje montañoso donde predomina la paleta de marrones, verdes y ocres.

Al entrar, entre distintos carteles multicolores que realzan a los héroes armenios, se pueden percibir diez puertas: una para cada grado, una que lleva hacia el baño y otra que invita a pasar al comedor. Pero son demasiadas puertas, porque "muchas clases son mixtas", según explicó la maestra Angela, debido a la reducida cantidad de alumnos.

Los salones están en buenas condiciones, a pesar de la precariedad de los materiales, y en el comedor sólo hay cajas de jugos frutales y paquetes de galletitas para la merienda, ya que cada uno almuerza en su casa. Al diálogo con Angela se sumaron Verjiné y Susan, maestras de Física y de Lengua respectivamente, y contaron que aunque reciben dinero del Estado para los alimentos, no es suficiente. Que si recibieran más fondos, podrían brindarles alimentos más nutritivos a los chicos. Podrían comprar materiales de mejor calidad. Podrían renovar el edificio en donde todos los niños del pueblo pasan la mayor parte del día.

Verjiné es la que más habla. Tiene una pollera negra que roza sus rodillas, un buzo violeta y, arriba, reposando entre sus hombros, un saco de lana gruesa del mismo color. El pañuelo con motivos arabescos en tonos amarillos, rojos y azules en su cuello me hizo acordar a mi abuela Ana. La pose de sus manos, agarradas a la altura de la panza, también. Cuando descubrió mi edad soltó una carcajada: "no puedo creer lo chiquita que sos". La quise abrazar, pero me contuve. Angela no habló tanto, pero todo lo que dijo fue sustancial para poder entender la situación de la institución. Ella es la más joven, lleva el cabello rojizo a medio recoger, un trajecito verde agua y una pollera del mismo tono. En sus palabras -y ojos- se nota que la profesión que ejerce es su pasión. Susan no habló. Su rostro repleto de arrugas, su posición encorvada, los huecos entre sus dientes y el pañuelo beige sobre su cabeza pintan el retrato típico de la abuela armenia. Las tres nacieron en Tanzatap y en Tanzatap planean morir. Algo así pasa también con los niños.

Sonó la campana y salieron corriendo. Primero, llenaron varios recipientes con agua y regaron las plantas que tienen en una pequeña huerta detrás de la escuela. Luego, algunos se fueron a sus casas a comer y otros se quedaron jugando a la pelota. Ahí conocimos a Zhora, el que quiere ser militar para defender al país de "los malos". Fue también en ese momento que apareció en escena Vresh, un dulce chiquito de seis años, que sólo nos habló para recitar un poema cuyo último verso expresaba algo como "qué suerte tengo de vivir en mi dulce Armenia". Y todos nos quedamos sin palabras. 

Mujeres

Mari sonríe. Tiene puesto un gorrito rosado y blanco, un buzo-osito gris y pantalones fucsias. Es dueña de unos ojos verdes que no se ven muy seguido en la región y la que se roba todas las miradas en el pueblo. Con apenas un año, Mari es la habitante más joven de Tanzatap. Su mamá, Maretta, contó que por ser la única de su edad el alcalde decidió no abrir un jardín de infantes. Pero lo dice con dulzura, sin sacarle los ojos de encima a la bebé, acomodándole el gorrito que se le cae cada dos por tres. Le encanta sostenerla en los brazos, dice que así se siente completa. Maretta es de Gorís, una de las ciudades más grandes de Syunik, y tuvo que mudarse al pequeño pueblo para casarse. No le dieron alternativas.

Seguí caminando y no pude dejar de notar que todas las personas que vi trabajando -ya sea con la tierra, con el ganado o en la escuela- eran mujeres. 



¿Dónde están los hombres?