viernes, 4 de septiembre de 2015

El perejil no alcanza

Ella me mostraba sus manos pero me estaba hablando con los ojos. Aquellas, ásperas, contaban su propia historia. La del trabajo casero que te adorna de grietas la piel; y la de vivir en la calle, que aporta su cuota de desgaste, de erosión, de dureza. El mismo aspecto rígido tenía su rostro, aunque en sus gestos predominaran melancolía y -por momentos- ternura.

Ella me mostraba las manos y no me hablaba, pero yo la entendí. Y no me refiero a comprender el universal ademán del que mendiga. Más bien, la imagen me transportó a un siglo atrás. Me habló de dolor, de necesidad, de cansancio. Sólo pude compararlas con las fotos de las mujeres sufridas que observaba desde la infancia, de falda en falda, de acto en acto, cargando su vida en las espaldas, escapando de la inhumanidad de un imperio hambriento.

Pensé en mis abuelas y atiné a darle todo lo que cargaba mi bolsillo. Y, aunque me devolvió una sonrisa a medias, yo me sentí inútil e impotente. No quería el racimo de perejil fresco que ofrecía. No quería darle plata y seguir mi trayecto. Quería abrazarla, conocerla, intercambiar y, tal vez, construir. Quería aminorar nuestra mutua soledad.

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